viernes, 3 de septiembre de 2010

Sigo encontrando cosas.

Partitocracia y unificación de poderes.

I. La difusión del poder político. El poder político es la efectiva capacidad de ordenar coactivamente dentro de un grupo. Cuando ese grupo es muy reducido quizás en algún caso la totalidad del poder sea asumida por una sola persona; pero esa hipótesis tan excepcional no es un dato útil para el análisis fenomenológico y la conceptuación realista.

En las formas políticas más antiguas, como las de Sumeria o Egipto, a pesar del carácter sacro del soberano, el poder era compartido por muchos: sacerdotes, nobles, soldados y funcionarios. Y, a lo largo de los siglos, se han ido produciendo movimientos de difusión del poder. A medida que el Estado asumía nuevas funciones y crecía la población, se multiplicaba el número de los «poderosos»: más autoridades y más funcionarios, cada uno con su porción decisoria. Hasta el más modesto de los agentes estatales ejerce algún poder no sólo reglado, sino interpretativa y, en definitiva, discrecional. La propia dinámica del Estado ha ido multiplicando los titulares de potestades efectivas.

Otro factor ha contribuido a la difusión del poder, la pulsión democrática o reivindicación política de los gobernados. Situar en Atenas el origen de esta tendencia es una simplificación; En las sociedades primitivas, trasunto de las más remotas, hay fórmulas de participación popular. Los iusnaturalistas, sobre todo los españoles del siglo XVI, sostuvieron la mediación del pueblo para la configuración del poder político. Pero fue Locke quien sentó los postulados de la moderna teoría democrática. Desde finales del siglo XVIII, se fue robusteciendo y generalizando en Occidente no sólo una difusión funcional del poder político, sino también una exigencia basal de ese poder. La extensión del sufragio en la edad contemporánea es una clara expresión de tal proceso.

En la difusión del poder funcional hay jerarquización y unos tienen más potestades que otros. En la difusión del poder popular el proclamado igualitarismo del voto no impide que los grupos de presión, sobre todo los sindicatos y los partidos, establezcan gradaciones de poder entre los ciudadanos. El poder es una realidad individual que hay que determinar en cada caso; es muy dudoso que dos ciudadanos posean el mismo poder político.

En suma, el Poder es una abstracción. El Soberano solitario es una ficción. La realidad es que en las sociedades todos son más o menos poderosos. La cuestión ética y jurídica es la de coordinar y distribuir esos poderes. No es un problema moderno, sino remoto, afrontado por el Derecho público desde sus inciertos orígenes. Puesto que el hombre tiende a mandar hasta donde lo detienen, hay que ponerle limites, ya morales, ya legales.

Aunque la Constitución inglesa de 1653 -Instrument of government de Cromwell- se presenta como la primera moderna, lo cierto es que todas las formas políticas han tenido su Constitución de hecho. Y siempre ha habido difusión del poder político. Hay que rechazar la idea elemental de que el fraccionamiento y la limitación del poder político nacen con Montesquieu. Aunque este doctrinario ocupe un lugar relevante en la teoría del Estado.

Con precedentes tan lejanos como el de Aristóteles, se debe al barón francés el esquema de los tres poderes. El ejecutivo, el legislativo y el judicial. Pero cualquiera de ellos es asumido por una pluralidad de administradores, legisladores y jueces, todos ellos con potestades desiguales y diversas. La clasificación trimembre -se ha llegado a distinguir hasta ocho poderes- y la singularización son simplificaciones, quizás útiles a efectos escolares, pero inexactas. Por ejemplo, el poder judicial lo encarnan desde el más modesto miembro de un jurado hasta el ponente del supremo tribunal; y lo encarnan ocasional y temporalmente. También los abogados, los medios de comunicación de masas y la opinión pública comparten de algún modo ese poder jurisdiccional.

II. La fusión partitocrática de poderes. Puede concebirse un modo lo institucional en que quienes elaboran las leyes, los que gobiernan y los que dictan las sentencias sean recíprocamente independientes. En la práctica, tal autonomía resulta de complicada y dificultosa realización por la universal tendencia humana a la invasión de las áreas próximas y a la extensión del propio poder. Pero uno de los modelos constitucionales más proclives a la fusión de las funciones legislativa, gubernativa y judicial es la forma hoy dominante de democracia: el Estado de partidos o Partitocracia.

Las listas de los candidatos a los puestos electivos, desde los municipales a los nacionales, las elaboran las cúpulas de los partidos, sobre todo las listas de los parlamentarios que hayan de redactar las leyes. Los diputados y senadores no son independientes, sino dependientes del aparato u oligarquía partidista. Quienes no se resignen a respetar la disciplina de partido y voten al margen de ella serán eliminados. Es el Gobierno quien presenta los anteproyectos de ley y quien con su disciplinada mayoría acepta enmiendas.

Son también las oligarquías de los partidos triunfadores las que ocupan el Gobierno y los altos cargos de libre designación. Tienden también a ocupar con adictos la mayor fracción posible del funcionariado. Sobre la burocracia técnica y no estrictamente sometida se ejerce la presión jerárquica. El aparato del Estado no es independiente, sino sometido a la cúpula del partido o de la coalición victoriosa.

Es también la oligarquía partitocrática la que tratará de controlar a los jueces, bien nombrándolos directamente, bien ascendiéndolos discrecionalmente, bien condicionándolos a través de un organismo rector de la magistratura como es el caso en España del Consejo General del Poder Judicial, designado por cuotas partitocráticas.

Aunque parezca paradójico. El modelo constitucional que teóricamente afirma la recíproca independencia de las funciones ejecutiva, legislativa y judicial es el que, de hecho, tiende a institucionalizar la dependencia de administradores, legisladores y magistrados respecto de la cúpula de los partidos. Como se escribió a principios de este siglo, el líder de un partido mayoritario en Francia tenía más poder que el emperador de Alemania.

llI. La cuestión primordial. El problema político es que gobiernen los mejores y que su poder sea limitado, es decir, se espera calidad y garantías. La doctrina de la división de poderes responde a la segunda cuestión, la protección frente al despotismo mediante un sistema de contrapesos institucionales. Unos legisladores que elaboren normas de interés general; unos gobernantes que se atengan a dichas normas; y unos jueces que las apliquen, incluso contra el Estado en el procedimiento contencioso. De este sistema de contrapesos. El más importante es el de la independencia de los jueces respecto de los gobernantes. Que los gobernantes sean a la vez legisladores como lo fueron Solon, Justiniano o Alfonso el Sabio entraña el peligro de versatilidad del ordenamiento jurídico y de normas privilegiadas o «ad personam». Pero que no quepa recurso contra la injusta decisión de un gobernante es declarar al gobernado impotente ante la iniquidad o la arbitrariedad.

El punto esencial no es el de la división de poderes, sino el de la independencia de los jueces que arbitren los conflictos interindividuales y los contenciosos. Esta vetustísima demanda puede ser satisfecha de diversos modos. La que me parece más eficaz es la selección de todos los jueces por cooptación, es decir, por oposiciones públicas ante magistrados, y la adjudicación de los destinos a petición propia según criterios objetivos interpretados por el órgano que designen los propios jueces.

Se acusa a este procedimiento de «corporativismo». Pero así es como se ha seleccionado a las burocracias más eficaces y a los cuerpos más eminentes de la Administración como los catedráticos. Además, ¿quiénes más interesados en mantener el nivel técnico y moral de la corporación que sus propios miembros?

IV. Conclusión. Formalmente, el Estado de Derecho consiste en que las leyes prevalezcan sobre las voluntades concretas. Es muy importante que esas normas sean justas; pero es también importante que los que las aplican e interpretan sean independientes de las partes en conflicto. Cuando el Gobierno es una de ellas no es admisible que el juez dependa de él. Unos magistrados condicionados en su carrera y en sus sentencias por el Gobierno, como en el tristemente célebre caso Rumasa, constituyen una frontal negación del Estado de Derecho y una privación de las garantías debidas al gobernado frente al arbitrio gubernamental.

La permanente reivindicación procesal y moral del gobernado no es la más o menos ficticia división de poderes, sino la independencia de los jueces. Y esa independencia, que puede darse en varios modelos institucionales -por ejemplo, en el Imperio romano-, tropieza con grandes obstáculos cuando se trata de una Partitocracia.

«No existe la libertad -escribía Montesquieu- si el poder judicial no está separado del legislativo y del ejecutivo»; pero lo que no existiría es la condición verosímil para que los tribunales den a cada uno lo suyo, o sea, la justicia.



GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA.

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